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Voces Cátedra MacBride: Disidencia entre la manipulación y la resistencia

En el marco de la Cátedra MacBride, se presentan los aportes críticos, creativos y colectivos de nuestros estudiantes por una comunicación justa y soberana.

La criminalización de las voces disidentes: ciencia, manipulación y resistencia contrahegemónica

Por: Paul Luna Hidalgo. Comisión de Asuntos Internacionales. Unidad de las Izquierdas – México.

Cohorte: XIX del Diplomado en Comunicación Política.

I. Introducción: el nuevo rostro de la persecución
En la era digital, la censura ya no necesita balas ni prisiones. Opera con algoritmos, campañas de desinformación, tribunales mediáticos y etiquetas ideológicas. La criminalización de las voces disidentes no se impone desde la sombra, sino desde los reflectores del poder económico y tecnológico. Hoy, quien cuestiona los intereses del capital financiero global, quien denuncia la desigualdad, el saqueo ambiental o la violencia estructural, es señalado como extremista, radical, enemigo del progreso o incluso, “terrorista informativo”.

En esta nueva guerra simbólica, el control no se ejerce por la fuerza directa, sino por el monopolio de la verdad. Las élites económicas y mediáticas construyen una realidad moldeada a su medida: una verdad fabricada en los laboratorios de la
manipulación digital, validada por supuestos expertos y amplificada por los algoritmos de las grandes corporaciones tecnológicas. El resultado: la sociedad vive dentro de una ilusión informativa donde lo justo parece utópico y lo injusto, inevitable.

II. La ciencia del control y la manipulación de la realidad

Desde las neurociencias hasta la psicología cognitiva, el capitalismo ha aprendido a leer y manipular la mente humana. El neoliberalismo no solo domina los medios de producción, sino también los medios de percepción. Las redes sociales, los motores de búsqueda y las plataformas digitales operan como dispositivos de ingeniería social. No son neutrales: clasifican, jerarquizan y dirigen la atención colectiva hacia los contenidos que consolidan el sistema económico existente.

Los algoritmos, diseñados bajo lógicas de rentabilidad y consumo, premian la docilidad y castigan la disidencia. Cuando una voz rebelde denuncia los abusos del poder, los filtros automáticos reducen su visibilidad, los bots la acosan, los medios la
desacreditan y el discurso oficial la margina. Esta cadena de silenciamiento se justifica en nombre de la “seguridad digital”, la “verificación de hechos” o la “lucha contra la desinformación”, cuando en realidad se trata de una sofisticada forma de
represión simbólica.

La manipulación científica de la opinión pública se apoya en principios básicos de la psicología conductual: el refuerzo (likes, aprobación social) y el condicionamiento emocional (miedo, culpa, ansiedad). Así, el capitalismo contemporáneo ya no necesita censurar con violencia: basta con programar la atención y colonizar la emoción.

III. De la persecución política a la persecución simbólica

La historia está marcada por mártires de la palabra libre: desde Giordano Bruno hasta Salvador Allende, desde Rosa Luxemburgo hasta Berta Cáceres. Todos ellos fueron castigados por confrontar una estructura de poder que no tolera la conciencia crítica. En el siglo XXI, la persecución ha mutado: ya no se asesina siempre al cuerpo, sino a la credibilidad, al prestigio, a la voz pública.

En América Latina, esta criminalización se expresa en el hostigamiento judicial y mediático contra periodistas, líderes comunitarios, defensores de derechos humanos y movimientos sociales. Se les acusa de “perturbar el orden público”, “dañar
la imagen del país” o “difundir discursos de odio”. Los gobiernos —incluso los autoproclamados progresistas— reproducen, consciente o inconscientemente, la lógica del enemigo interno: toda voz que incomoda al poder económico o político es
neutralizada mediante el descrédito.

Ejemplos sobran: el asesinato de periodistas en México, la persecución judicial a líderes sociales en Colombia, el espionaje político en Brasil o el silenciamiento mediático en países europeos contra las organizaciones anticapitalistas. En todos los casos, la estrategia es la misma: convertir al disidente en sospechoso y al poder en víctima.

IV. La psicología del silencio

mayor triunfo del sistema no es encarcelar al disidente, sino hacer que los demás teman convertirse en uno. Esa es la función del miedo: producir conformidad. La criminalización no solo castiga a quien habla, sino que paraliza a quien escucha.
Las campañas de odio en redes sociales, las sanciones laborales por “malas opiniones” o las leyes ambiguas sobre “discursos nocivos” buscan precisamente eso: desactivar la empatía social y aislar a quien se atreve a decir lo que todos
saben pero pocos se animan a pronunciar.

El miedo se vuelve un instrumento de regulación emocional masiva. A través de él, el sistema garantiza que el ciudadano sea un consumidor dócil, un espectador constante y un trabajador silencioso. Es la dictadura de la normalidad: todos parecen libres, pero solo dentro del margen que permite el mercado.

V. La disidencia como función vital de la humanidad

Desde una perspectiva humanista, la disidencia no es un problema que el Estado deba erradicar, sino un derecho biológico y moral de la especie. La evolución misma depende del error, del pensamiento divergente, de la capacidad de imaginar
alternativas. Una sociedad sin disidentes es una sociedad muerta, incapaz de transformarse.

El pensamiento científico —al igual que el pensamiento revolucionario— avanza precisamente cuando rompe paradigmas. Galileo, Marx, Darwin o Einstein fueron en su momento voces incómodas para la hegemonía de su tiempo. La criminalización de la disidencia, entonces, es una forma de suicidio civilizatorio: reprime la posibilidad de evolución social.

VI. La hegemonía cultural y la batalla por el sentido
Antonio Gramsci enseñó que el poder no se sostiene solo con coerción, sino mediante hegemonía: el dominio de las ideas, de las costumbres, de la moral. En este contexto, las redes digitales son los nuevos campos de batalla de la hegemonía
cultural. Los grandes capitales controlan no solo las plataformas, sino también el lenguaje, los símbolos y las emociones colectivas.


El discurso dominante define quién es “racional” y quién “radical”; quién merece voz y quién debe callar. Por eso, toda propuesta contrahegemónica debe comenzar por reconstruir el sentido común: descolonizar la mente, desmontar la naturalización de la injusticia, devolverle a la palabra su potencia transformadora.

VII. Hacia una propuesta contrahegemónica: comunicación, ciencia y organización popular
Superar la criminalización de las voces disidentes exige más que indignación: requiere una estrategia integral. Tres ejes resultan fundamentales:


Comunicación emancipadora
Crear y fortalecer medios populares, comunitarios y autónomos. Usar la tecnología no para competir con los monopolios, sino para tejer redes de conciencia. Democratizar la información científica y cultural, romper la dependencia tecnológica y
promover el pensamiento crítico desde las escuelas hasta los barrios. La comunicación debe volver a ser un acto colectivo, no un producto comercial.

Ciencia y conocimiento liberador
Recuperar la ciencia como bien común. Hoy, las corporaciones financian investigaciones que legitiman su poder, mientras se oculta o ridiculiza toda línea de pensamiento que cuestione el modelo de acumulación. Una perspectiva socialista de la ciencia implica colocarla al servicio de la humanidad: ecología integral, tecnologías abiertas, educación pública, neurociencia del bienestar y ética digital.

La lucha contra la manipulación algorítmica exige la creación de inteligencias colectivas: proyectos tecnológicos transparentes, cooperativos y soberanos.


Organización y poder popular
Sin organización no hay resistencia duradera. La defensa de las voces disidentes debe ser tarea de todos: colectivos, sindicatos, movimientos campesinos, redes culturales. No basta con solidarizarse individualmente; hay que construir mecanismos de protección social, jurídica y mediática.

La contrahegemonía se edifica desde abajo, en la práctica cotidiana: compartir información verificada, denunciar colectivamente los abusos, generar espacios de diálogo comunitario y cultivar una cultura política de cuidado mutuo.

VIII. Conclusión: del miedo a la dignidad
La criminalización de la disidencia es, en el fondo, la expresión del miedo del poder. Temen a quienes piensan, a quienes se organizan, a quienes imaginan un mundo distinto. Pero cada intento de silencio engendra una nueva voz, y cada voz reprimida resuena con más fuerza en la conciencia colectiva.

El desafío histórico de nuestro tiempo es pasar de la resistencia dispersa a la acción consciente. De la denuncia aislada a la construcción de alternativas reales. Romper el cerco informativo, reconstruir la confianza social, reapropiarnos de la ciencia y del lenguaje.

La solución no está en pedir permiso al poder, sino en desbordarlo con humanidad, con creatividad y con amor revolucionario.
Porque la disidencia no es un delito: es la más alta forma de lealtad con la vida.




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Voces Cátedra MacBride: Democratizar la Comunicación para Transformar la Educación

En el marco de la Cátedra MacBride, se presentan los aportes críticos, creativos y colectivos de nuestros estudiantes por una comunicación justa y soberana.

Por: Rosalba González Durán.

Cohorte XIX del Diplomado en Comunicación Política.

El Informe MacBride (1980), titulado: “Un solo mundo, voces múltiples” alertó sobre los peligros de la concentración informativa y la exclusión de voces diversas en el sistema comunicacional global. En la actualidad, sus advertencias cobran fuerza ante el dominio de los monopolios tecnológicos, que han transformado el ecosistema digital en un terreno fértil para la manipulación, la vigilancia y la desigualdad. Dicho informe denunciaba que pocas agencias de noticias controlaban el flujo de información mundial. Hoy, ese poder ha sido heredado y amplificado por gigantes tecnológicos como Google, Meta, Amazon y Apple, que no solo distribuyen contenido, sino que también deciden qué se ve, qué se oculta y cómo se interpreta. Esta concentración vulnera el principio de pluralidad informativa y reduce la diversidad de voces en el espacio público, al generar una visión sesgada del mundo, centrada en los intereses de los países desarrollados.

Las plataformas digitales operan con algoritmos que priorizan la rentabilidad sobre la veracidad. El usuario promedio desconoce cómo se seleccionan los contenidos que consume, lo que facilita la manipulación emocional, la polarización política y la difusión de noticias falsas. Asimismo, los monopolios tecnológicos perpetúan la exclusión ya que, millones de personas en diferentes partes del mundo, carecen de acceso a internet de calidad, mientras que las plataformas dominantes imponen estándares culturales y lingüísticos que marginan identidades locales. La brecha digital se convierte así en una brecha comunicacional y ética. Esta realidad, contradice el llamado del Informe MacBride a una comunicación responsable, ética, orientada al bien común y a el derecho de todos los pueblos a comunicar y ser escuchados.

Las grandes empresas tecnológicas han convertido los datos personales en mercancía, sin consentimiento informado ni control ciudadano. Esta práctica vulnera derechos fundamentales y transforma la comunicación en un instrumento de vigilancia masiva ya que la ética comunicacional también implica respetar la privacidad. En ese sentido, los monopolios tecnológicos han reconfigurado el paisaje comunicacional, pero lo han hecho ignorando principios éticos esenciales. Recuperar el espíritu del Informe MacBride es urgente: necesitamos un nuevo orden digital que garantice pluralidad, transparencia, equidad y respeto por los derechos humanos. Solo así podremos construir un entorno comunicativo verdaderamente democrático. Pero los problemas que denuncia el profesor Buen Abad muestran que ese orden aún está lejos de concretarse. Sin embargo, debemos tener presente que la comunicación es un derecho, no un privilegio, y que su democratización es clave para la justicia social.

Es importante señalar que el Informe MacBride no solo diagnosticó problemas, sino que propuso soluciones que siguen vigentes:

  • Democratizar los medios: fomentar la participación ciudadana en la producción de contenidos.
  • Promover la diversidad cultural: proteger lenguas, narrativas y expresiones locales.
  • Establecer marcos éticos y legales: regular el poder mediático y tecnológico con criterios de justicia social.

En ese contexto, la psicología comunicacional sostiene que las personas construyen subjetivamente la realidad a partir de lo que leen, escuchan o miran. Estas construcciones no solo afectan su percepción individual, sino también su conducta social, ya que los medios de comunicación moldean interpretaciones colectivas sobre hechos y temas relevantes. En este marco, la educación enfrenta hoy un desafío profundo: los estudiantes están cada vez más inmersos en redes sociales, expuestos a flujos constantes de información, muchas veces falsa o superficial que perjudica su capacidad crítica, su concentración y su motivación para aprender. Esta situación no es un fenómeno aislado, sino el resultado de una estructura comunicacional dominante que condiciona la forma en que se accede, procesa y valora el conocimiento.

Tanto el Informe MacBride como los análisis del profesor Fernando Buen Abad coinciden en denunciar los efectos nocivos de la concentración mediática, la mercantilización de la información, la manipulación ideológica y la exclusión de voces populares. Esto ha tenido indudables efectos tanto para las comunidades, como para la educación, la cultura, el comercio, la participación política, el diálogo y la comprensión intercultural. Pero, se hace notar que, así como pueden usarse para el bien las tecnologías también pueden ser usadas para explotar, manipular, dominar y corromper las personas y las sociedades.

Frente a este panorama, desde el ámbito de la educación se vuelve urgente diseñar estrategias que orienten al colectivo institucional a transformar esa realidad que ha reproducido una cultura digital desinformada y despolitizada que desborda al sistema educativo y debilita su función formadora.

 Estas estrategias deben:

  • Promover una educación mediática crítica que forme ciudadanos capaces de analizar y cuestionar los mensajes que consumen.
  • Fomentar espacios de diálogo y producción de contenidos propios que valoren la diversidad cultural y el pensamiento autónomo.
  • Recuperar el sentido ético y social de la comunicación como herramienta para la emancipación y la justicia cognitiva.
  • Establecer vínculos entre comunicación, cultura y educación para fortalecer la identidad y la participación.

En las últimas décadas, las nuevas tecnologías se han integrado a nuestra existencia diaria de forma casi imperceptible, modificando profundamente la manera en que aprendemos, nos relacionamos y construimos sentido. Sin que lo advirtiéramos plenamente, las plataformas digitales, redes sociales y dispositivos móviles han reconfigurado nuestras rutinas, nuestros vínculos y nuestras fuentes de información. Aplicar los principios del Informe MacBride y los aportes del profesor Fernando Buen Abad implica asumir que la lucha por una educación crítica también es la lucha por una comunicación libre, plural y ética. Solo así podremos revertir el daño que esta estructura mediática está causando a toda nuestra población. Es por ello, que la transformación educativa no puede desligarse de una transformación comunicacional.

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Voces Cátedra MacBride: Palabra Compartida, Resistencia Colectiva

En el marco de la Cátedra MacBride, se presentan los aportes críticos, creativos y colectivos de nuestros estudiantes por una comunicación justa y soberana.

Fragmentación del tejido comunicacional comunitario

Por: Karina Dirino Mirena.

Cohorte: XIX del Diplomado en Comunicación Política.

Uno de los problemas más urgentes en el campo de la comunicación actual es la fragmentación del tejido comunicacional comunitario. En una era marcada por la hiperconectividad digital, los vínculos humanos no se han fortalecido, sino debilitado. La velocidad y el alcance de las plataformas tecnológicas han individualizado los intercambios, desplazando el diálogo presencial, el encuentro cara a cara y el calor del “nosotros”. Esta fragmentación no es solo técnica, sino simbólica: se impone una semiosis autista, donde cada persona se encierra en su burbuja informativa, sin escucha ni construcción colectiva.

Este fenómeno afecta especialmente a los espacios populares, donde históricamente la palabra compartida ha sido herramienta de organización, resistencia y ternura. La pérdida de estos espacios empobrece el sentido de comunidad y dificulta la creación de relatos comunes. Ya no se conversa en la plaza, en la asamblea, en el círculo; se comenta, se reacciona, se desliza el dedo. La lógica digital transforma la comunicación en una transacción rápida y superficial, donde el valor de la palabra se mide por su viralidad, no por su capacidad de convocar o sanar.

En los espacios que acompaño, he visto cómo el diálogo presencial transforma el ánimo colectivo: una ronda de palabra puede sanar heridas, despertar memorias y fortalecer la organización. Por eso considero urgente recuperar el tejido comunicacional desde lo afectivo, lo presencial y lo colectivo. Podemos crear guías, tarjetas o espacios rituales que inviten a la conversación cara a cara, donde cada voz sea escuchada con respeto y cada silencio tenga lugar. Estos materiales deben reflejar nuestra ternura, nuestra historia y nuestra esperanza. La comunicación debe volver a ser puente, no muro; abrazo, no algoritmo.

En nuestras comunidades, la palabra tiene cuerpo, ritmo y memoria. No podemos permitir que se diluya en la lógica del scroll infinito. Necesitamos volver a mirarnos, a escucharnos sin pantallas de por medio, a construir relatos que nos sostengan y nos transformen. Cuando recuperamos el lenguaje como territorio común, no solo volvemos a creer: volvemos a construir. Y eso, en tiempos de fragmentación, es una forma profunda de resistencia.